James Fenimore Cooper (1789-1851), novelista norteamericano célebre por El último mohicano (1826), creció en Cooperstown, una población que su padre, un comerciante y especulador de tierras devenido en opulento propietario y político, había fundado varios años después de la Guerra de Independencia de Estados Unidos en un terreno expropiado a los mohawk, una de las tribus aliadas de los británicos durante el conflicto. Cooper ingresó en la Universidad de Yale, pero fue expulsado por fechorías como encerrar un asno en una sala de rezo y hacer estallar la puerta de la habitación de un compañero. Tras servir varios años en la marina mercante y la Armada estadounidense, heredó la fortuna de su padre y pudo dedicarse a su pasión, la escritura. A lo largo de tres décadas escribió novelas, libros de viajes, biografías y obras de carácter político.
El origen de la leyenda de El último mohicano
La obra más célebre de Cooper, sin duda, es El último mohicano (1826), llevada al cine en media docena de ocasiones, la última en 1992 por Michael Mann con Daniel Day-Lewis y Madeleine Stowe como protagonistas, y una inolvidable banda sonora a cargo de Trevor Jones, Randy Edelman, Daniel Lanois. Ambientada en la Guerra Franco-India (1754-1763), que enfrentó al Reino Unido y Francia, junto a sus colonias y aliados nativos, por la hegemonía en Norteamérica, el telón de fondo del épico relato son unos hechos muy concretos: el asedio y la caída del fuerte británico de William Henry, en agosto de 1757, y la masacre posterior. El relato de Cooper ha deformado, con el paso del tiempo, la realidad histórica y las visiones y percepciones populares sobre los acontecimientos. Más allá de la colorida representación romántica de El último mohicano, con héroes y villanos, asoma una historia compleja y de múltiples matices, pero documentada a través de numerosos testimonios.
La construcción del fuerte William Henry –bautizado en honor del duque de Gloucester, hijo del príncipe de Gales y nieto de Jorge II del Reino Unido– fue la consecuencia de la campaña que llevó a cabo en 1755 el general William Johnson para tratar de apoderarse del fuerte de Saint-Frédéric. Esta posición, vital para la defensa de Canadá, ocupaba una ubicación estratégica en una península del lago Champlain. Si bien Johnson no consiguió llegar tan lejos con su fuerza, de unos mil quinientos soldados provinciales, y dos centenares de aliados nativos, al menos allanó el terreno para una futura campaña mediante la construcción de dos fuertes en la ruta del lago Champlain: el fuerte Edward, a orillas del río Hudson, y el de William Henry, a orillas del lago George.
Antes de asentar los cimientos del segundo y más célebre fuerte, Johnson tuvo que combatir contra una fuerza franco-india al mando del barón de Dieskau. Un grabado que publicó en Londres al año siguiente el comerciante maderero, granjero, industrial e inventor Samuel Blodget (1724-1807), ilustra a la perfección la secuencia de la batalla y, a la postre, la manera en que solían combatir ambos contendientes. Un fragmento de la relación del general Johnson sobre el choque puede acompañar a la estampa:
Cerca de media hora después de las once, el enemigo apareció, dispuesto para el combate, y marchó por el camino en muy buen orden, directo hacia nuestro centro. Hicieron un breve alto a unas 150 yardas del parapeto [construido por los ingleses frente a su campamento, como ilustra el grabado]. Entonces. las tropas regulares lanzaron el gran ataque por el centro, mientras que los canadienses y los indios se agacharon y dispersaron por nuestros flancos.
Las pérdidas fueron cuantiosas en ambos bandos, pero el asalto franco-indio fracasó y el general Johnson pudo construir su fuerte. De los aliados indios de los británicos, solo se batieron junto a ellos unos pocos, y la mayor parte regresaron luego a sus hogares. Entre los más fieles a la corona británica se contaban aquellos que habían establecido vínculos con los colonos europeos, como los mohicanos, muchos de los cuales tenían una profunda amistad con los misioneros de la Hermandad de Moravia, una iglesia de origen husita con presencia en Norteamérica.
Los héroes nativos de El último mohicano, el jefe Chingachgook y su hijo Uncas, son personajes de ficción, pero sí hubo algunos indios aguerridos que lucharon junto a los británicos en la realidad, como Theyanoguin, un jefe mohawk bautizado como Hendrick que murió en la batalla del lago George, atravesado por una bayoneta francesa. Cooper escogió una curiosa mezcla de nombres para sus protagonistas, puesto que Chingachgook es un nombre en lengua lenape, el idioma hablado por la etnia delaware. Uncas tampoco es mohicano, sino mohegan –lengua de una tribu homónima vecina de los mohicanos–. En el siglo XVII, un sachem (jefe supremo) de este pueblo, llamado Uncas, hizo de la tribu la más poderosa de la región de Connecticut mediante la alianza con los ingleses.
Relaciones tensas
A comienzos de 1757, después de que los franceses hubiesen tomado el fuerte de Oswego el agosto previo, lo que eliminaba prácticamente la presencia británica del lago Ontario, el mando galo decidió neutralizar la amenaza del fuerte William Henry. Primero se intentó con un golpe de mano en marzo, que fracasó a causa de la meteorología adversa, a pesar de lo cual los atacantes quemaron la mayor parte de las canoas que habían construido los británicos. Tras ello, el gobernador de Nueva Francia, Vaudreuil, fue reuniendo en Montreal a los jefes de las tribus aliadas. A medida que los guerreros se ponían al servicio del general Montcalm, iban desplazándose hacia el fuerte de Carillon, el puesto avanzado que se convirtió en base de la ofensiva.
Montcalm pudo disponer de un ejército muy numeroso, formado por 8019 efectivos, de los que 2570 eran tropas regulares de la metrópoli; 524, regulares coloniales de las troupes de la marine; 3470, milicianos canadienses; 180, artilleros, ingenieros y zapadores; y 1799, guerreros de más de treinta pueblos indígenas. El papel de estos nativos fue crucial, puesto que sus incursiones, unidas al pánico que provocaban entre los soldados británicos, disuadieron al comandante de William Henry, el teniente coronel escocés George Monro –padre de Cora y Alice, ficticias protagonistas femeninas de El último mohicano–, de arriesgar sus tropas en patrullas de reconocimiento, de las que tenían muchas posibilidades de no regresar, en especial después de que, el 23 de julio, franceses e indios destruyesen una fuerza de trescientos cincuenta soldados provinciales en Sabbath Day Point, 32 km al norte del fuerte.
Las relaciones entre franceses y nativos americanos fueron cambiantes. Pese a la diversidad de etnias y grupos, estos se dividían, a grandes rasgos, en dos grupos, los domiciliados, indígenas que residían en las misiones católicas de Canadá, y los indios del Pays d’en Haut –la zona correspondiente a los Grandes Lagos–, cuyos vínculos con los franceses eran mucho menos estrechos. Montcalm debía conferenciar con los jefes de todos ellos para ponerlos de acuerdo y convencerlos de que obedeciesen sus órdenes. Los domiciliados sentían un gran respeto por el general. En el consejo que celebraron el 27 de julio de 1757 en Carillon, poco antes de emprender la marcha hacia William Henry, Kisensik, el jefe de los nipissing del lac des Deux Montagnes, dirigió una loa a Montcalm ante los demás jefes: “Nuestro gozo debe ser mayor que el tuyo, padre, tú que has pasado el gran lago, no por tu propia causa; porque no es su causa la que ha venido a defender, sino que es el gran Rey quien le ha dicho: Ve, ve por el gran lago a defender a mis hijos”.
Controlar a los nativos del Pays d’en Haut resultó mucho más complicado aunque cada tribu o grupo contaba con oficiales franceses e intérpretes agregados, e incluso, a veces, con misioneros. Montcalm no pudo impedir algún caso de canibalismo en los días antecedentes a la marcha, si bien las fuentes difieren bastante en cuanto a los detalles. Mientras que los ingleses aseguraban que algunos indios cocieron vivo a un prisionero en un caldero y lo devoraron, el segundo de Montcalm, el caballero de Lévis, escribió que fue un cadáver que llegó flotando a su campamento lo que guisaron los indios, y se cuidó de distinguir: “no son sino los d’en Haut quienes cometen tales crueldades; nuestros domiciliados no tomaron parte alguna y se confesaron durante todo el día”. La noche antes de la partida, asimismo, los miamis se marcharon sin avisar a nadie, y al poco los siguieron los mississaugas y los odawas. Si bien no pasaban de doscientos, tales actos aislados hacían presagiar que podía sobrevenir alguna desgracia. Los hurones, la tribu a la que pertenece el villano de El último mohicano, Magua –instigador de la posterior masacre, en la novela–, en realidad eran un grupo pequeño de indios domiciliados que habían buscado refugio en Canadá en el siglo XVII tras sufrir un genocidio a manos de los iroqueses.
El asedio del fuerte
Entre tanto, las perspectivas en William Henry eran lúgubres. Monro, que apenas disponía de unos mil quinientos hombres distribuidos entre el fuerte y un campamento fortificado vecino, había pedido ayuda con insistencia a su oficial superior, el general Daniel Webb, con base en el fuerte Edward, situado 26 km al sur de William Henry. Webb inspeccionó la posición de Monro entre el 26 y el 29 de julio y decidió enviarle doscientos regulares y ochocientos milicianos, lo que apenas le dejó mil seiscientos efectivos en su base. Los fallos de la inteligencia británica habían resultado clamorosos. Apenas un mes atrás, el general Loudoun, comandante en jefe británico en Norteamérica, había notificado a Webb: “No habrá nada que se te oponga en Ticonderoga [Carillon] ni Crown Point [Saint-Fréderic], salvo las guarniciones e, imagino, muy pocos más para las patrullas”.
La escena que representó un testimonio, Jonathan Carver, de los Rangers de Burke, que llegó con los refuerzos remitidos por Webb, no podía ser más distinta: “El día siguiente a nuestra llegada vimos el lago George, que está junto al fuerte, cubierto por un número infinito de botes”. Ante la disparidad de fuerzas y la imposibilidad de que Webb llegase con un socorro, el sitio solo podía concluir con la rendición de la plaza. Monro, sin embargo, no pensaba arriar la bandera sin más. Durante los seis días en que se prolongó el asedio, las escaramuzas y los duelos de artillería fueron constantes. El segundo día, 4 de agosto, según el capitán Thomas Lloyd:
Batimos la batería francesa y arrojamos un gran número de bombas en sus trincheras. La artillería del campamento mantuvo un fuego constante sobre el enemigo cuando este atacaba a nuestros guardias y rangers, que los rechazaron hacia los bosques. Los rangers trajeron un indio enemigo herido, pero pronto murió.
Las trincheras francesas, pese a la resistencia de los defensores, seguían avanzando, y el día 7 entró en acción una batería de dos cañones de 18 libras, cinco de 12, una de 8, dos obuses de 7 pulgadas y un mortero de 6. Un fuego devastador se desató entonces sobre el fuerte. No había lugar donde estar completamente a salvo. Según Lloyd: “Una bomba cayó entre nuestros oficiales mientras cenaban, pero no causó otro daño que echar a perder la cena”. Sin embargo, la aproximación de las trincheras, la propagación de una epidemia de viruela entre los defensores y el hecho de que muchos de los cañones del fuerte quedasen inservibles por su uso continuado fueron decisivos. El día 9 Monro capituló a cambio de abandonar William Henry con los honores de guerra y una escolta francesa hasta el fuerte Edward.
La masacre
La piedra angular del drama y la historia que dio origen a El último mohicano fue, lógicamente, la masacre que se produjo al día siguiente de la rendición, cuando los aliados nativos de los franceses cayeron sobre la columna británica en retirada. Es difícil, incluso a día de hoy, separar el mito de la realidad y determinar qué parte de los testimonios es veraz y qué parte una exageración. De lo que no hay duda es que la versión que refleja la adaptación cinematográfica de El último mohicano no se ajusta a los puntos concordantes en las distintas versiones, puesto que, lejos de trabase un combate, los soldados británicos, si bien conservaban sus fusiles, habían dejado la pólvora y las balas en cumplimiento de los términos de la rendición. Todo apunta a que no se trató de una masacre premeditada, sino que la violencia fue escalando a medida que los indios trataban de apresar o desvalijar a los soldados.
Jonathan Carver describe en su relato una orgía de sangre y acusa a los oficiales franceses de contemplar la escena impasibles: “Un observador sin prejuicios […] estaría inclinado a concluir que un cuerpo de 10 000 soldados cristianos, cristianísimos, podría evitar que la masacre se volviera tan general”. El testimonio de Carver, que acabó desnudo y apaleado, gozó de una amplia difusión y contribuyó a cimentar muchos de los prejuicios sobre la masacre, en especial en relación con el número de muertos (Carver estimó en unos mil quinientos los muertos y los cautivos, sin distinciones) y la presunta indiferencia de los franceses. El prolijo relato de un jesuita francés agregado a los indios ofrece un punto de vista alternativo en ambos sentidos: “La masacre […] no fue duradera, ni tan considerable como tanta furia parecía hacer de temer; solo ascendió a cuarenta o cincuenta hombres”. En cuanto al papel galo, el misionero destaca los esfuerzos de Lévis y su oficialidad para detener la matanza y lanza una pregunta: “¿De que podían servir cuatrocientos hombres contra unos mil quinientos salvajes furiosos, que no nos distinguían del enemigo?”.
Quien a buen seguro no pereció en la masacre, como sí sucede en El último mohicano, fue Monro. Si bien Cooper le brinda una muerte heroica, en realidad no estuvo presente para defender a sus hombres y murió tres meses más tarde de apoplejía en Albany. El número de víctimas fue bastante menor de lo que se ha supuesto durante mucho tiempo. Los cautivos, sin embargo, fueron numerosos. Montcalm, a través de los misioneros, logró rescatar a muchos a cambio de aguardiente, armas y ropa, pero no pocos murieron en cautividad. Se trató, sin duda, de un acontecimiento dramático que aún pervivía en la memoria colectiva cuando en 1825, James Fenimore Cooper, durante una excursión por las montañas Adirondack, concibió la idea de trasladarlos al formato novelado e inmortalizarlos en El último mohicano.
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